Reviewed by remo on

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Novela absolutamente maravillosa. Me ha encantado. Un músico pop español de cuarenta y muchos años repasa su vida mientras viaja en coche fúnebre por los campos de Castilla a enterrar a su padre en su pueblo natal. El viaje es la excusa y a la vez el hilo conductor de la vida de Daniel Mosca, un cantante de moderado éxito que reflexiona sobre la vida e intenta mostrar qué aprendió con cada acontecimiento de su vida que nos narra.
David Trueba muestra una sensibilidad que me desarma. Me encanta. Es sabio, el cabrón. El libro está lleno de frases para recordar. Y la historia, que no es tal puesto que es la vida de una persona, que no es historia sino colección de sucedidos, la historia es fantástica. Empatizamos totalmente con el narrador, que es humano, demasiado humano,y a la vez es un ser capaz de diseccionar su vida ante el lector, señalando ciertas partes y diciendo esto fue importante, esto fue un error.
Me ha encantado la lectura. Fantástica. Cito unas cuantas frases que he subrayado del libro (posibles spoilers pero no es un libro que vaya de revelaciones sorpresa. La mayoría de ellas las retrasnsmite el autor muchas páginas antes).

Cuando se lanzan sobre mi cama ya saben que no abro los ojos antes de cuatro besos. Es una norma de seguridad para que no me engañen hijos que no son los míos. Es la contraseña de mi caja fuerte. Ellos aún consienten mis juegos. Mi hija a regañadientes, papá, ¿cuándo vas a crecer?


Pero no le dije que eludía el bar de Quique, que era mi bar habitual, cuando no quería terminar la noche con ella. Has ganado una amante y has perdido un bar, me criticaba Animal cuando yo proponía ir a otro local. Eso es grave. Los amantes pasan, pero un buen bar es para toda la vida. Amar es no poder tomarte otra cuando quieres.


No he llegado al extremo de Animal, que archiva en su agenda del móvil los contactos sencillamente bajo un Sí o un No, para saber si debe contestar o ignorar la llamada.


La primera vez que deseé morir, pero desearlo de verdad, no hacer la frase llorona, fue cuando Oliva y yo dejamos de estar juntos. He dudado. Iba a escribir me dejó o rompimos, pero la acción pierde fuerza con el paso del tiempo en favor de la consecuencia. Dejamos de estar juntos.


Yo no lloré cuando mi padre se murió. Estaba con él en la habitación y el doctor Inepto me advirtió de que llegaba el final. Eran las siete de la tarde. Mi padre boqueaba como el pez sacado del agua. Y le tomé de la mano. Una mano del material con que se fabricaban las manos hace muchos años en España, cuando todos éramos de pueblo. Una mano tan firme y vigorosa que casi parecía ella consolar a mi mano floja. La mano de mi padre había pasado los primeros veinte años en la labranza del campo y en la guerra; la mía, en esos mismos años de vida, se había dedicado a hacerme pajas y tocar la guitarra.


Me lo avanzaba siempre mi amigo Vicente. ¿Tú sabes lo que hay después de la muerte?, me decía, ¿eh?, ¿sabes lo que hay después de la muerte? El papeleo.


Para protegerme del dolor de una madre inaccesible, me convertí en una especie de escritor que redacta sus memorias con quince años. Alguien que recrea el pasado demasiado pronto. El pasado con ella, nuestro pasado común. Clavé esos recuerdos dentro de mí para que no se borraran, para que no se agriaran, y peleé por no perder la maravillosa imagen de lo que mi madre había sido frente a lo demoledor de la madre en que se había convertido sin ella quererlo. Y hacía sonar ese acordeón de recuerdos protagonizados por mi madre cada vez que me sentía desamparado.


Mis clases con Elisa se prolongaron durante años. Gus la evitaba. Puede que por eso nunca le contara que también me acostaba con ella, con la misma informalidad con que acudía a las clases, salteándolas entre conciertos. Me impactaba, eso sí, que al alcanzar el orgasmo soltara una nota agudísima de soprano lírica de coloratura.


Cuando revolvía el azúcar en la taza entró el dentista y nos ubicó con la mirada. Se acercó a nuestra mesa y la besó en los labios. Nueve de cada diez dentistas me parecieron odiosos


Nunca le niegues el saludo a nadie, me explicaba, no les concedas la ventaja de que sepan lo que piensas de ellos.


No suelo tomar notas, porque sólo creo en las ideas que sobreviven al olvido


¿Te acuerdas de cuando...?, yo os vi en vuestro primer concierto. Una nostalgia que no te permitía gozar si no era con la conciencia de fabricar recuerdos. He visto salas llenas para ver a grupos reunidos en un tributo tras años separados, las mismas salas que no llenaban jamás cuando estaban en activo.

El arte de no hacer lo que se espera de ti exige la precisión del cirujano y la testarudez del loco.

Nadie pierde la dignidad por perder la dignidad un poco, dijo Animal con ese tono suyo de filósofo disfuncional.

Y los niños trajeron otra forma de dormir, con una alarma incorporada, un estremecimiento ante cualquier ruido extraño, un difuso miedo a dormir profundo, como si su respirar estuviera conectado a mi desvelo.

Miré la cara sorprendida de mis hijos. Muchas veces la gente sostiene que tener hijos te empuja a hacerte viejo, que ellos te pasan las hojas del calendario en plena cara, que no hay manera de mantenerse joven si ellos crecen a tu lado. Pero hay otra cosa que tenía que ver con la forma de mirarlo todo en ese momento, allí, Ryo y Maya, pegados al escenario, como si al tenerlos cerca pudieras descubrir la vida de nuevo a través de sus ojos, disfrutarla de nuevo con la pasión de su mirada. Es lo más parecido a la segunda infancia que hemos inventado.

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  • 27 August, 2017: Finished reading
  • 27 August, 2017: Reviewed