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Andaba yo oteante cual francotirador serbio en Dubrovnik, esperando ver al primer español del vuelo sacar una navaja de Albacete, de ésas que al abrirse hacen cla-cla-cla siete veces, y lanzarse a degollar a los del mostrador. Esto pasa en Barajas y con Iberia y se lía una que te vas de vareta, Enriqueta. Pero yo estaba solo. Ni un español. Con lo que les necesitaba en ese momento. Sólo una masa rumiante de holandeses y norteamericanos del centro, a partes iguales, que pastaban hora tras hora en la cola, sin quejarse, sin protestar, sin preguntarse cómo tenía la KLM los santos cojones de poner a una única azafata de tierra inexperta a recolocar a 330 personas.
Yo, mientras tanto, leía y esperaba, igual que el conde de Montecristo cuando lo tenían pudríendose en su celda. Leía, claro, al Reverte. Que encima, como es poco bélico, el tío, me hacía hervir la sangre minuto a minuto, pensando que en aquellos momentos yo tenía que estar en Groenlandia y no embarrancado en una cola que no avanzaba. Cuando llevaba cuatrocientas páginas del tocho, de una sola sentada, decidí que había que matar o morir. Que no podía quedar la cosa así. Santiago y cierra España. Y esas cosas. Me fui al mostrador, pidiéndole a la de atrás que me guardara el sitio, y en mi mejor acento californiano le dije a la azafata en tierra y al maromo que la supervisaba -estaba el gachó quieto, fingiendo gran concentración, mirando a la pantalla del ordenador y eso, supervisando- que la broma había estado de puta madre, que dónde estaba la cámara oculta y que yo había disfrutado, pero que ya era hora de que, en serio, nos empezasen a recolocar en otros vuelos. El tipo, con menos sangre en las venas que una medusa, me miró y se encogió de hombros. Insistí, queriendo hacer pupita. ¿Así que esto no es una broma? ¿En serio KLM trabaja así y trata de esta manera a sus pasajeros? ¿Me está usted diciendo que es normal que en cuatro horas no hayan recolocado todavía a cincuenta personas? ¿Se ha dado cuenta de que somos más de trescientos? Nueva respuesta gelatinosa del supervisor. Estaba claro que o me liaba a guantazos o no iba a obtener una reacción del tiparraco. Era hora de pasar a la fase dos. Soy español y los españoles tenemos un morro que nos lo pisamos, en términos estadísticos, morro para el que no están preparados estos infieles del norte. Que se lo digan a los Tercios. Así que recorrí unos metros hasta llegar al mostrador de transfer 7, cosa que no se me había ocurrido antes, rodeado de estulticia acomodaticia como estaba. Y empezó el show. Oye. Guapa. Que ya ves cómo están de saturados en el mostrador 8, fíjate qué cola, y resulta que están empezando a desviar gente al 7 y al 6, y aquí me tienes, recolócame donde te salga de allá, eriza mía, pero recolócame ya.
La azafata no sospechó que yo pudiera estar echándole tanto morro, y la cosa fue como la seda. Tras obtener vuelo para el día siguiente a la misma hora volví a la cola (250 personas todavía, casi cinco horas después), me incliné junto a la señora que me guardaba el sitio y le dije creo que es un día precioso para pasear por Amsterdam y no para desperdiciarlo en este aeropuerto. En el mostrador 7 hace sol. Suerte. Y me largué a dar una vuelta por los canales, silbando el puente sobre el río Kwai.
Qué gran tipo, el Reverte. Qué grandes libros y qué grandes artículos. Cómo destila bilis cuando quiere, cómo me hace lagrimear cuando le da la gana, cómo apela a nuestro pasado para comprender nuestro presente. Cómo admiro a ese cabrón. Es como si fuera mi padre. Se lo recomiendo vivamente. Escribe como le sale de allá y dice cosas que comparto o no, pero con las que siempre tengo algo para pensar. Mi nota para el último tocho del fulano ése, Reverte, es Imprescindible.
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- 10 December, 2005: Finished reading
- 10 December, 2005: Reviewed