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Reverte lanza una mirada personal sobre nuestra Historia, desde los celtas y los iberos hasta la victoria del PSOE en 1982. Casi todo me sonaba, aunque he agradecido mucho calzarme el tocho en dos días porque se ve un hilo de continuidad, que el autor se esfuerza mucho en resaltar, sobre lo aficionados que somos a joderlo todo tirando cada uno de la cesta hacia nuestra esquina del cuadrado. Una y otra vez el autor dice que por fin parecía que íbamos bien en caminados, y cuando lo dice sabes, SABES, que detrás lo vamos a joder todo. Intentos de modernización durante la época de los Reyes Católicos, posibilidad de subirse al carro de modernización iniciado por la Revolución Francesa, gobiernos de República con un poco de altura de miras... Pero no. El autor es pesimista y da la batalla por perdida.
La larga lección de historia que nos da es muy ilustrativa, no tanto sobre los hechos (los resume mucho y se disculpa por ello en alguna ocasión) sino por el cuadro general de estado de ánimo de este país, que parece no haber cambiado en milenios.
Me ha encantado. Triste historia en ocasiones, pero me ha encantado el relato.
El tono general del libro ya lo da el capítulo I (son 92):
Érase una vez una piel de toro con forma de España —llamada Ishapan: tierra de buenos conejos :-) , les juro que la palabra significaba eso—, habitada por un centenar de tribus, cada una de las cuales tenía su lengua e iba a su rollo. Es más: procuraban destriparse a la menor ocasión, y sólo se unían entre sí para reventar al vecino que (a) era más débil, (b) destacaba por tener las mejores cosechas o ganados, o (c) tenía las mujeres más guapas, los hombres más apuestos y las chozas más lujosas. Fueras cántabro, astur, bastetano, mastieno, ilergete o lo que se terciara, que te fueran bien las cosas era suficiente para que se juntaran unas cuantas tribus y te pasaran por la piedra, o por el bronce, o por el hierro, según la época prehistórica que tocara. Envidia y mala leche al cincuenta por ciento (véanse carbono 14 y pruebas genéticas de Adn). El caso es que así, en plan general, toda esa pandilla de hijos de puta, tan prolífica a largo plazo, podía clasificarse en dos grandes grupos étnicos: iberos y celtas. Los primeros eran bajitos, morenos, y tenían más suerte con el sol, las minas, la agricultura, las playas, el turismo fenicio y griego y otros factores económicos interesantes (véanse folletos de viajes de la época). Los celtas, por su parte, eran rubios, ligeramente más bestias y a menudo más pobres, cosa que resolvían haciendo incursiones en las tierras del sur, más que nada para estrechar lazos con las iberas; que aunque menos exuberantes que las rubias de arriba, tenían su puntito meridional y su morbo cañí (véase Dama de Elche). Los iberos, claro, solían tomarlo a mal, y a menudo devolvían la visita. Así que cuando no estaban descuartizándose en su propia casa, iberos y celtas se la liaban parda unos a otros, sin complejos ni complejas. Facilitaba mucho el método una espada genuinamente aborigen llamada falcata: prodigio de herramienta forjada en hierro (véase Diodoro de Sicilia, que la califica de magnífica), que cortaba como hoja de afeitar y que, cual era de esperar en manos adecuadas, deparó a iberos, celtas y resto de la peña apasionantes terapias de grupo y bonitos experimentos colectivos de cirugía en vivo y en directo. Ayudaba mucho que, como entonces la península estaba tan llena de bosques que una ardilla podía recorrerla saltando de árbol en árbol, todas aquellas ruidosas incursiones, destripamientos con falcata y demás actos sociales podían hacerse a la sombra, y eso facilitaba las cosas. Y las ganas. Animaba mucho, vamos. De cualquier modo, hay que reconocer que en el arte de picar carne propia o ajena, tanto iberos como celtas, y luego esos celtíberos resultado de tantas incursiones románticas piel de toro arriba o piel de toro abajo, eran auténticos virtuosos. Feroces y valientes hasta el disparate (véanse el No-do de entonces y los telediarios de Teleturdetania), la vida propia o ajena les importaba literalmente un carajo; morían matando cuando los derrotaban y cantando cuando los crucificaban, se suicidaban en masa cuando palmaba el jefe de la tribu o perdía su equipo de fútbol, y las señoras eran de armas tomar. O sea. Si eras enemigo y caías vivo en sus manos, más te valía no caer. Y si además aquellas angelicales criaturas de ambos sexos acababan de trasegar unas litronas de caelia —cerveza de la época, como la San Miguel o la Cruzcampo, pero en basto—, ya ni te cuento. Imaginen los botellones que liaban mis primos. Y primas. Que en lo religioso, por cierto, a falta todavía de monseñores que pastoreasen sus almas prohibiéndoles la coyunda, el preservativo y el aborto, y a falta también del bañador de Falete y de Sálvame para babear en grupo, rendían culto a los ríos —de ahí procede el refrán celtíbero de perdidos, al río—, las montañas, los bosques, la luna y otros etcéteras. Y éste era, siglo arriba o siglo abajo, el panorama de la tierra de conejos cuando, sobre unos 800 años antes de que el Espíritu Santo en forma de paloma visitara a la Virgen María, unos marinos y mercaderes con cara de pirata, llamados fenicios, llegaron por el Mediterráneo trayendo dos cosas que en España tendrían desigual prestigio y fortuna: el dinero —la que más— y el alfabeto —la que menos—. También fueron los fenicios quienes inventaron la burbuja inmobiliaria adquiriendo propiedades en la costa, adelantándose a los jubilados anglosajones y a los simpáticos mafiosos rusos que bailan los pajaritos en Benidorm. Pero de los fenicios, de los griegos y de otra gente parecida, hablaremos en un próximo capítulo. O no.
He cometido el error de leer este libro mitad en papel y mitad en kindle, por lo que mis notas están completamente desperdigadas. No se lo recomiendo, estimados lectores.